Nunca tuve la curiosidad de preguntar a mis abuelos (tampoco a ella), la razón por la cual a mi madre le pusieron ese nombre. Sin dudas, lo era. Este dos de diciembre hubiera cumplido noventa y un años. Fui el primero de sus seis hijos y siempre me sentí un afortunado Antes de que cumpliera los cinco años ya sabía leer y escribir, gracias al empeño de mis padres, pero fue ella la que engendró en mí el gusto por la literatura, por las grandes obras de la literatura universal a las cuales accedía gracias a la  lectura y principalmente a las novelas que se transmitían por la radio.

Mi madre estudió solo hasta el sexto grado en una escuela rural, pero esa diosa que es la sabiduría, la acompañaba como la más fiel aliada. Sabía discernir, descubrir esencias y, sobre todo, cosas buenas. Eran de temer, sin embargo, sus sueños malos, que eran muy pocos, pero casi siempre premonitorios.

Hay imágenes de ella que nunca se me han borrado, momentos simples de la vida que, por esos misterios que siempre nos rodean,  han quedado prendidas en mi memoria: frente a una gran batea de ropa lavando a mano en el patio de una casa que tuvimos muy cerca del río Cauto, sentada en un sillón cosiendo alguna pieza de ropa, bien pegada al equipo de radio o repartiéndonos con un beso y palabras muy cariñosas, los juguetes que el magro salario de mi padre permitía comprar. Nos decía que si jugábamos juntos y sabíamos compartir, era como si cada uno tuviera varios.

Luego tuvimos que hacer eso mismo con la ropa. El ciclón Flora arrastró con todo lo nuestro y casi de milagro no se llevó también nuestras vidas. En medio de aquel infierno de lluvia y viento la vi  llorar por primera vez rogando protección para todos a la Virgen de la Caridad del Cobre. Meses más tarde fuimos al santuario por primera vez. La Patrona de Cuba la acompañó hasta el último de sus días.

Poco después de aquel viaje tuvimos que separarnos. Ellos creyeron que lo mejor para mi era estudiar en la capital cubana. Según me acercaba a La Habana, sentí que se perdía definitivamente mi infancia. Comenzó entonces para mí una nueva etapa  llena de dudas y tropiezos en la que una carta suya, con su letra linda y clara, era el golpe de aire que necesitaban mis pulmones. Eran como pergaminos de luz.

En cada regreso de verano encontraba una madre nueva, plena y alegre. Descubrí y pude disfrutar de su sentido del humor. La casa de mis padres siempre fue un lugar feliz. Ella más extrovertida e ingeniosa, él un tanto más apocado e ingenuo. Éramos pobres y felices y todo lo que poco a poco íbamos logrando era gracias a nuestro propio esfuerzo. Por eso reíamos, reíamos y cada sonrisa se convertía en una nueva rueda para la felicidad. Con ellos aprendimos a criar a nuestros hijos, claro, no todos interpretaron la lección de igual manera.

En mis vueltas a casa mi madre siempre separaba un espacio para que conversáramos, yo le contaba, le comentaba y ella, silenciosa, escuchaba y luego sugería, alertaba, me daba consejos, de esos que no aparecen en ningún libro.

Como toda familia también tuvimos momentos de preocupación y de tristeza, recuerdo muy especialmente uno que fue por mi causa, aunque no por mi culpa. Como me imaginé lo que debió haber sufrido, siempre intenté reciprocarla, hacerla olvidar aquellos malos momentos. A ella dediqué mi primer libro publicado, un importante premio además de varios poemas y, en general, cuando necesito buenas cualidades para un personaje de alguno de mis cuentos apelo a su memoria. A ella le debo el hecho de no poder odiar a nadie, ni siquiera a quienes me han hecho mucho daño.

Disfrutó de la alegría de sus ocho nietos y varios biznietos, pero muy especialmente tuvo la felicidad de celebrar en la gran casa familiar el cumpleaños cincuenta de cada uno de sus seis hijos. En la última de estas celebraciones conversé con ella por vez postrera, se había puesto muy delgada y la voz casi no le alcanzaba, aquella tarde era feliz y hacía todo el esfuerzo del mundo por demostrarlo, admiré su espíritu, su deseo de aferrarse a la vida, sentado a su lado solo atiné a tomar una de sus manos, casi destrozadas por la artrosis, mientras recostaba levemente mi frente es su hombro para que no viera que estaba a punto de llorar. Ese día de grandes sentimientos encontrados descubrí que casi tocaba a la puerta de salida de un estado físico para pasar a otra realidad. Algún tiempo después se fue tranquila, como un susurro, alumbrándonos siempre.