Colmaron las escaleras, descendiendo o ascendiendo desde las zonas bajas; en ambos casos reafirmándose al desembocar en la amplitud. Eran cientos y luego miles, cientos de miles de zapatos: rústicos, charoles, deportivos, zapatillas de ballet, botas de agua, en fin, fiesta de pasos de toda índole y color: oscuros, claros, amarillos algunos (color muy de moda en Asia).

En una de las esquinas más alejadas dos pares se daban puntapiés, hasta que notaron el mal rol que representaban y se marcharon a ridículo compartidos. Un rato después, un dos tonos de hombre intervino para separar a dos pares de zapatos de mujer; simples incidentes que en nada lastran la afluencia descomunal desde distintos puntos de la ciudad. Se ven también muchos extranjeros; primorosos zapaticos de las fábricas que incumplen sus planes y en mayor cantidad de las que sobrecumplen, pero más feos; alpargatas engalanadas para la ocasión, zapatos de niños y niñas apurados y bulliciosos; otros ni se distinguen por lo sucio que están.

Los enfangados todo el mundo sabe de dónde vienen. De pronto aparecen botas militares (uno se preocupa porque sabe bien  lo que han hecho en muchos países) y ante la expectación rompen filas y se unen, piel a piel, cordón a cordón, con ese mar de zapatos que avanzan por la calle tras un enorme par de botas de campaña.

AutorEdilberto Rodriguez Tamayo (Taino). Texto perteneciente al libro «Berenice que estas por los cielos», publicado por la editorial Abril.